miércoles, octubre 31, 2007

210. PARABOLA DE UNO MISMO

De pronto se detuvo la marcha. No fue el motor (funcionaba perfectamente), ni las cubiertas, ni el combustible. Pero la marcha se detuvo y sólo hubo silencio y desierto. Y soledad y pensamiento. Fue el camino: allí estaba, secreto, ajeno, bifurcándose hasta el infinito, sin imponer un rumbo, ofreciéndose obsceno, ajeno, distante. ¿Por donde seguir? La marcha se detuvo en el punto exacto en que ya no había una rutina que obligara a seguir hasta el infinito: lo que me esperaba requería una decisión. En los espejos retrovisores se veía el largo y plural camino recorrido, poblado de imágenes, de rostros, de gestos, de búsqueda, de amores, de entregas, de trabajos, de esfuerzos, de demandas, de risas, de gritos, de conquistas, de productos, de cosas, de escritos, de paisajes. Pero estaban lejos, muy lejos, como formando parte de un mundo definitivamente perdido, abandonado, irrecuperable, ciego. El regreso era un refugio protector pero implicaba renunciar a la marcha. Y la marcha paría esa pausa, esa imposibilidad, ese desapego, esa intima desazón, ese exilio subjetivo que lloraba sobre las propias seguridades y esos caminos plenos, repletos, atrayentes que asomaban demandando decisiones, un giro, un salto al abismo, una ciega pasión, un atrevido desamparo. Y alguien estaba allí - ¿copiloto? - para rearmar paciente el mapa necesario, primitivo. Y entonces supuse que al náufrago le había surgido a la distancia una playa donde remar o nadar a la búsqueda de una nueva conquista.

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