No es un gran película, pero en su simplicidad clásica (unidad de tema, de lugar, de tiempo, de contados personajes) radica el secreto de la historia. Por supuesto que hay un norteamericano (aunque sea de origen polaco) que vive añora un país que ya no es (fábricas, costumbres y vecinos) y que pretende domesticar o civilizar por las buenas o por las malas a los extraños que lo rodean. Easwood sigue siendo el mismo de las películas anteriores, pero hay algo de simpático en esa figura aislada, gruñona, opuesto a todo, que mantiene conservada e intacta su casa a pesar de la ruina de las casas que lo rodean, que vive del pasado (Corea, Ford, el Gran Torino, su vieja camioneta), que tiene todo resuelto en su vida y que prefiere no depender de nadie, ni siquiera de sus hijos.
Hay algunos detalles valiosos: el primero es la forma de resolver el conflicto final: la lucha definitiva en la que el héroe deberá vencer a todos sus oponentes, se ve sustituida por una curiosa inmolación publica, como prueba indiscutible para la intervención de la justicia. El razonamiento parece ser: “No puedo destruirlos legalmente; como de todas formas estoy próximo a morirme, hago que mi muerte represente para todos ellos su condena y legitime la intervención de la justicia. Segundo, la presencia de esa extraña comunidad de orientales ,la comunidad Hmong, una etnia de 18 clanes distribuida entre las montañas de Laos, Vietnam, Tailandia y otras partes de Asia, que se trasladó con muchas penalidades a Estados Unidos tras su participación en
Y el tercero, la presencia, las discusiones y las razones del joven cura que discute con el viejo Walt Kowalski.
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